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La pasión coagulada


Por Alfredo Hernández García

Publicado en Zenda, el 12 de diciembre de 2018   


Mi novela es un homenaje a todos los judokas jóvenes que tuvieron que aprender las historias verdaderas, las falsas y las leyendas magníficas sobre Japón, sobre sus maestros y sobre el judo antiguo. Ese judo añejo que habita en una caverna iluminada sólo con el resplandor que da una vela, y que hace cientos de años se apagó. El objetivo del aprendizaje era educarles en el esfuerzo, en la perseverancia, en el honor, y en la gratificación que supone el entrenamiento constante.

 

Un día, hablando con mi amigo y escritor Javier Lasheras, le conté mi anterior vida, aquella en la que sólo existía el esfuerzo muscular. En esa época estaba obsesionado con el deporte que practicaba, el judo. A Javier no paraba de hablarle de mis experiencias en una Universidad de Judo en Tokio, y lo hacía con tal pasión que mi amigo me instó a que algún día las contara. Así lo hice, con el formato de novela, sin poder creerme que mi memoria pudiera escribir un relato por su cuenta, usando el recuerdo como única herramienta. Tuve que abandonar, por un momento, mi anterior predisposición a las novelas de ideas, esas en las que ellas son los protagonistas de las historias. Necesité una transición: me nacieron unas maneras nuevas de narrar, que dieron lugar al realismo sentimental que jalona mi novela, Tomoko.

 

Darle vida al recuerdo supuso mucho dolor, el dolor retrospectivo que se siente al contar una vivencia llena de agotamiento físico y psíquico, el dolor por despertar un órgano dormido; mis recuerdos luchaban contra mis nuevas armas cognitivas: la literatura y la filosofía.

 Mi fascinación juvenil por Japón y por el judo, esa que mis maestros me habían colado, me dio las fuerzas necesarias para hablar de algo tan intenso como configurativo en «la edad de los años lentos», esos que van a tan baja velocidad que les caben tantos acontecimientos.

 

En mi novela Occidente se da de bruces contra Oriente; la educación de Silvestre choca contra la elegancia, la sensibilidad, incluso la coquetería en las costumbres de Tomoko, mi narradora principal. Tomoko es mi personaje central, con un reto autoimpuesto: inventar una japonesa que entendiese las necesidades occidentales de un muchacho «que viene de fuera, de tan lejos…», y lo hará sin perder nunca sus maneras japonesas y cumpliendo sus deudas morales, las obligaciones de su Japón amado.

 

El judo es el marco de mi novela, pero su tema son los sentimientos orientales, obsesivamente marcados en mi protagonista.

 

A pesar de mi nueva propuesta narrativa, en comparación con mis anteriores obras, no pude abandonar en Tomoko la metaliteratura. En esta parte de la novela inventé a Charles Sánchezlan, mi alter ego, el contrapunto al realismo sentimental de la obra. Charles es un personaje con pretensiones literarias, un superdotado de las letras, un ser aparentemente contrario a la ideología de tirachinas que alberga Silvestre.

 

¿Qué intenta Charles Sánchezlan? De su imaginación surge un género literario, la novela circular, que no es más que dar vueltas y más vueltas a la mejor novela de un autor; sería como hacer una saga con distintos finales, comienzos, acontecimientos, incluso personajes. Charles establece una forma de vida y un pódium desde el que mirar el mundo para transformarlo.

 

 

Quien se acerque a Tomoko se encontrará con una novela enmarcada entre el judo —concretamente la Universidad de Judo de Nichidai— y la dialéctica Oriente-Occidente, simbolizada respectivamente en la delicada japonesa Tomoko y el judoka Silvestre. La pasión coagulada de mis personajes será el hilo conductor de una novela que construí con los recuerdos de mis vivencias adolescentes en la cuna del judo.

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