«Esta ciudad no tiene rostro»

/ Por Helios Pandiella /

 

Encuentro

 

Esta ciudad no tiene rostro.

 

Un hombre sueña flores de Ketama,

mientras dobla la esquina de los días

y le arden los ojos busca en vano

el tren azul que silba en sus zapatos.

 

Una mujer regresa de París,

camina por las calles con el hijo

que no tuvo, en vano se detiene

ante un hombre al que ya no reconoce.

 

 

Esta ciudad no tiene rostro.

 


De todos los libros de Alberto Vega, siempre sentí especial predilección por Cuaderno de la Ciudad (Luna de Abajo, 1984), tanto por el poemario como por su peculiar edición, cuya característica distintiva se debe a una feliz propuesta de Noelí Puente.

 

 Cuaderno de la ciudad parece «un libro menor» que «salió de la imprenta disfrazado de libreta, de añejo y pobre cuaderno escolar» según Vega, pero destinado a ser un gran libro con el paso del tiempo. En él sólo envejece el motivo de un dibujo mío, de 1980, titulado A la busca de lo que pasó al lado, el otro día y que sustituyó al habitual de la escena de animales salvajes que se reproducía en aquellas libretas escolares de hace cuarenta años.

«A la busca de lo que pasó al lado el otro día», dibujo a plumilla, 1980
«A la busca de lo que pasó al lado el otro día», dibujo a plumilla, 1980

 

Fantasma

                                                 para Michi

 

Un fantasma es quien te llama por tu nombre

de forma inesperada

en una calle concurrida, entonces sientes

que se confunden en su rostro tus edades

—algo así como un vértigo inconcreto—

mientras buscas al azar en el desván del tiempo

la sombra más antigua del perfil que olvidaste.

 

Si en cuestión de segundos recuperas la infancia

y ese amigo lejano te sonríe

con la misma mirada con que lo hiciera antaño,

date por satisfecho, le has devuelto

al mundo de los vivos.

 

Por idéntica razón habrás resucitado.

 


José Luis García Martín escribió, a modo de epílogo de Cuaderno de la Ciudad, un texto de indudable interés y calidad. Reproduzco los cuatro últimos párrafos:

 

Las aceras insistentemente fatigadas (el adjetivo remite a Borges), las calles invadidas por desconocidos, el refugio de algún bar, cierta plaza con muchachas —también los gatos nocturnos y en celo—, tales son los vagos elementos urbanos que se mencionan en estos poemas. No hay culturalismo ni referencias concretas: Alberto Vega habla de cualquier ciudad, de la cárcel sin muros donde erramos todos.

 

Sin muros y sin escapatoria: «No soy yo quien ha salido esta mañana», leemos en el poema «Viaje», irreales resultan cuantos pasos creemos dar fuera de su angosto perímetro.

 

Un hombre deshabitado entre la solitaria multitud de una ciudad que está en todas partes y en ninguna. Ése es el tema de este libro.

 

La ciudad como marco inexistente de una ausencia. Una ciudad de palabras asordinadas y pudorosas que nos conmueven con su cernudiana queja por «vivir sin estar viviendo».

 


 

Perdedor

 

                                            para Noe

 

Entonces era joven, tenía los bolsillos

llenos de golondrinas,

por el contrario en la cabeza le anidaron

aves un tanto raras, pájaros del deseo.

Sus amigos se casaban los domingos

casi tranquilamente

o morían de golpe sin cuidarse

de dejar cuatro letras explicando

qué razón poderosa

les había empujado a esquivar la mirada,

cambiar de acera o sonreír con cara

de imbéciles profundos ante un pez de colores

 

(Esta banal historia no tendría

la menor importancia de no ser por el hombre

que navegaba ríos de ginebra

y hablaba solo en un café mientras se hundía

entre las piernas abiertas de la noche).

 


Según Ricardo Labra «La poesía de Vega tiene a la ciudad como argumento, como palimpsesto instrumental de la mayoría de sus poemas. Una ciudad sin nombre y sin rostro, anónima y universal, pero con un perfil nítido e inconfundible. Una ciudad amiga y enemiga, una ciudad amada y cainita, una ciudad áspera y germinal en cuyas sombras se debate el personaje poético del autor de Cuaderno de la ciudad, atrapado en la trama fatal de sus calles como un nuevo Ulises urbano o un Teseo en el laberinto de un destino demasiado previsible.»

 

Por mi parte, subrayar lo obvio en estos tiempos en que las particularidades pueblerinas han adquirido rango de normas oficiales, que la poesía para el hombre que «dobla la esquina de los días» en la «ciudad sin rostro», «anónima» de Alberto Vega está escrita —dada su vocación universal— en la misma lengua que utilizan para comunicarse los habitantes de Madrid, La Habana, Caracas o Buenos Aires, posibles lectores de cualesquiera de estas u otras ciudades de habla hispana que pudieran identificarse con los versos de Alberto Vega sin que medie traducción alguna. Porque el idioma en la poesía es, como la piel en el cuerpo humano, su mayor órgano. Las emociones estéticas, la Belleza, las verdades trascendentes no hacen un buen poema, lo hacen las palabras elegidas, exactamente esas y no otras, para componerlo según la personal manera de decir del poeta. La que nos importa.


 

 Zona

 

Aún se llena de muchachas y de círculos

la plaza aquella, giran todavía

en la tarde los colores de sus ropas

por las calles del barrio hasta perderse luego

entre el humo delirante y las cervezas

 

(Ellos saben que a la hora acostumbrada

se irá tanto deseo de los ojos.

 

Algunos permanecen aguardando la música

improbable y feliz de una aventura).

 

Yo nunca más he vuelto, aunque se dice

que un hombre sin pasado algunas noches

—especialmente tristes— contempla las paredes

y fuma silencioso y se emborracha

y paga con decoro y se va y nadie sabe

que ha cumplido una cita con sus sueños de aire.