«Sólo el arte nos permite atisbar la maravillosa creación por la que nos movemos casi a ciegas»

Johannes Vermeer: «Vista de Delft», 1660-1661, óleo sobre lienzo, 96,5 cm × 115,7 cm (fuente: wikipedia)
Johannes Vermeer: «Vista de Delft», 1660-1661, óleo sobre lienzo, 96,5 cm × 115,7 cm (fuente: wikipedia)

«Panorámica de Delft»* / Por Eugenio TORRECILLA 


ANOCHE soñé que viajaba de nuevo por Holanda. Volvía al país que recorrí hace un año, pero por seguir una ruta distinta —el atajo del ensueño—, descubrí una tierra muy diferente.

 

¡Qué peculiar resulta la geografía del sueño! Y ello a pesar de que sólo una delgada lámina la separa de la auténtica: el espesor de los párpados. La realidad impresiona directamente la retina, penetrando como un dardo nuestras pupilas e imponiendo su ley inapelable. En cambio, el sueño, al encontrar cerrada la aduana palpebral, deforma a su gusto las imágenes conocidas, o se las inventa de acuerdo con sus necesidades del momento; todo resulta así móvil y cambiante, y cada lugar, cada país, se define más que por sus caracteres físicos por vibraciones emocionales. Descubrimos campos por los que el pensamiento se desliza veloz, patinando sobre una idea; en ciertos recodos el fluir del ensueño se remansa y ahonda, invitando al buceo en el subconsciente, donde ondulan las algas de los símbolos; más allá traspasamos las lindes del tiempo, e incluso las de la muerte, y todo resucita a nuestro contacto, si es que no llega de pronto a destrozarnos el toro de las pesadillas…

 

La Holanda que rememoré anoche tenia poco que ver con la inmensa planicie verde, parcelada por una red de canales, que conocí el año pasado. Aquella tierra ganada al mar en un pulso de siglos, era aún, en mi sueño, una materia imprecisa, sin acabar de cuajar sobre las aguas. Al fin flotó por ellas un reflejo, que sirvió de soporte a Ia imagen: una hilera de construcciones de época fue levantándose sobre la lámina liquida del primer término, adelantando hacia ésta una puerta ciudadana, que fundía su masa con la del barco anclado a su costado. Una torre dorada se izó a lo lejos, y por encima de ella subieron las nubes a esponjarse en el luminoso azul. Reconocí enseguida la hermosa estampa: era la Vista de Delft, del pintor Vermeer. Aquí estaba el Edén acuático que descubrí en una página de Proust un día lejano, pasando a ser desde entonces el reclamo insistente que me urgía a conocer una Holanda a Ia que imaginaba ver surgir del mar con la pujante belleza de una Venus nórdica.

 

Ahora el armonioso mundo de Vermeer se extendía ante mi, y la vida se diría a punto de estallar en cada pincelada, por lo que traté de introducirme en el lienzo, buscando personificar en alguna de las figuras que se mueven en esa ribera mágica. Pero, desgraciadamente, desperté.

 

Expulsado de aquella fascinante creación, me incorporé en Ia cama, dispuesto a protestar. De nada valía ya: el tesoro cromático de un momento antes se había diluido en la oscuridad de mi cuarto. Sobre ese fondo negro hube de ordenar mis sensaciones. Así pues, en ese nuevo viaje a Holanda del sueño, apenas me había valido de mi experiencia real, utilizando en cambio materiales anteriores a ella, estructuras de Ia Holanda del arte que permanecían inamovibles en mi mente.

 

Hace un año yo arribé al auténtico Delft, camino de La Haya. Nuestro autobús se detuvo en la periferia de la ciudad, al borde de un ancho canal, ante una fábrica de porcelanas a visitar. El lugar me encantó, por tener más de apacible parque que de suburbio ciudadano. En el canal, que destellaba al sol, flotaban unos colchones neumáticos con unos niños rubios, y a ambos lados de los suaves taludes verdes que encauzaban la corriente, se alineaban hileras de casitas con jardín; vi algunas personas sentadas entre las flores, sorbiendo plácidamente Ia luz del mediodía, a la vez que vigilaban el baño de los niños, mirando de soslayo al turista entrometido, moscardón de ese pequeño paraíso cotidiano.

 

¿Por qué ninguno de estos elementos intervino en la labor reconstructora del sueño? Quizá porque todas aquellas percepciones iban ligadas, como es usual en la realidad, a un momento fugitivo, en el que confluían además una serie de sensaciones interferentes como el cansancio de mi cuerpo, la acumulación de imágenes en las horas anteriores, la conciencia del escaso tiempo de que disponía —la presencia maciza del autobús era insoslayable—, sensaciones todas que bloqueaban la vivencia. Por otra parte, ¡es tan difícil lograr la total plenitud de un instante! Nos asaltan deseos imposibles (navegar con los niños en el canal, ser uno más de los contertulios del jardín, vibrar como el sol sobre las cosas...) que al no poder ser satisfechos frustran el momento presente, obligándonos a pasar por él sobre ascuas. Por eso, cuando el autobús se puso en marcha hacia La Haya, dejé sin pena aquel Delft inabordable, pensando que en el Museo Mauritshuis me esperaba otro Delft más valioso, el de Vermeer, en el que podría saciarme a placer, puesto que estaba allí para ser contemplado, sin necesidad de tener que vivirle.

 

Vivir... contemplar... He aquí dos cosas bien distintas. El vivir nos pide participación activa. El contemplar, sólo receptividad. ¿Y la creación artística no es también, en esencia, contemplación? El pintor, el poeta que ante un motivo de la naturaleza abre los ojos, devorándolo, ansiando incorporarlo a su sangre y eternizar lo que es transitorio, ¿no está huyendo de las reglas de la vida al capturar un instante, que arranca de lo cotidiano para degustarle a solas, recreándolo a su placer, a resguardo de las decepciones que la vida comporta?

 

Ya estaba, al fin, sentado en la sala del museo, ante mi Vermeer. ¡Qué serenidad, qué maravilloso sosiego el de aquella perspectiva! Horas antes, la plenitud vital exigía navegar entre los niños, pero ahora bastaba la inmersión visual en el canal pintado, y no cabían frustraciones; y en vez de rechazarse nuestra presencia, todo allí la reclamaba, porque sólo la mirada del observador puede completar un cuadro.

 

¿Por qué había pintado Vermeer este Delft ideal? Lo hizo, sin duda, para superar el Delft real, en el que quizá no era más que un hombre solitario y  soñador, entre burgueses satisfechos de sus menudos negocios, y atareados artesanos, acuciados por sus necesidades. Al trasladar al lienzo el perfil de su ciudad, la transfundía a un plano más elevado, impulsando al caserío, adherido a la tierra y a los intereses materiales, a ascender a los cielos del Arte. Y allí, entre las nubes, consiguió cristalizar el único lugar digno de él, donde desarrollar sin trabas sus fantasías.

 

¿Qué se había hecho de aquel Delft del siglo XVII que le sirvió de modelo? Aquella sociedad, aquella vida tan segura de sí misma, que desdeñaba al extravagante sujeto del caballete y los pinceles, había desaparecido en el polvo, permaneciendo sólo la visión del pintor, la ciudad que él contempló y soñó a la vez, y de la que aquel hombre oscuro es para siempre rey.

 

En la página de Proust, su personaje Bergotte muere ante este cuadro. Pero yo me sentía revivir a su vista. La muerte cotidiana (toda vivencia es fugaz y expira al nacer) quedaba detenida fuera. Contemplando aquella realidad gratificante por sí misma, el cansancio y las decepciones de la mañana se habían esfumado. Hasta entonces yo había visto unos Países Bajos amasados en tierra y agua, esto es, de barro; Vermeer abría ahora ante mi las puertas de un mundo distinto, y esas puertas eran de oro macizo.

 

Penetrando por ellas en los dominios de la belleza, comprendí que así como tenemos bajo los pies la masa entera de nuestro planeta, y ella nos es ajena, también el medio que nos rodea es captado apenas por nuestros sentidos —el ojo humano, por ejemplo, es un mecanismo óptico deficiente, que no percibe más que unas gradaciones de la escala luminosa, unos pocos colores de un espectro infinito—. Sólo el arte nos permite atisbar la maravillosa creación por la que nos movemos casi a ciegas, parecidos a dementes que persiguen ideas fijas, o sonámbulos que pasean por el jardín más deslumbrante, mientras están viendo un negro callejón por el que se desliza, como un reptil, su angustia.

 

«No es extraño, por eso —pensaba esta madrugada, cuando las primeras luces iban aclarando la oscuridad de mi cuarto—, que al evocar en el sueño Holanda, emergiese de mi mar interior la única tierra consistente: aquella que el arte ha vislumbrado.» 


* Artículo publicado en Arlequín, revista artístico-literaria de Langreo (Asturias) editada en 1979 por Alberto Vega y Helios Pandiella. Sólo alcanzó dos números, pero fue el embrión del proyecto editorial Luna de Abajo.



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