Prólogo de Eugenio Torrecilla

Cada libro tiene una historia, y a esa historia particular el primer libro de un poeta suma una biografía. Un hombre que seguía un camino transitado (unos estudios, una profesión) se detiene de pronto porque el horizonte hacia el que dirigía sus pasos, sobre las huellas del grupo humano al que pertenece, se profundiza y distiende, cubriendo la tierra. El hombre que acaba de percibir la llamada vocacional, continúa su marcha tras el deslumbramiento momentáneo, pero su paso es más rotundo y consciente, y a trechos vuela (aunque el vuelo sea corto, ya que la fuerza de la gravedad impone su peso, como todos los demás condicionantes físicos y fisiológicos, y su nueva naturaleza debe convivir con la antigua). 

 

Ningún libro surge por generación espontánea, pero el primer libro supone un doble esfuerzo, dado que falta el oficio, y la vocación, además de luchar con las circunstancias ambientales —cosa que hace gustosamente a brazo partido—, ha de ordenar los materiales que emplea, que son las palabras. El poeta aspiraba a tocar el sol al final de su camino y ve dificultada su marcha por las palabras, que no son otras que las comunes de su pueblo, las mismas que sirven a los demás para su intercambio cotidiano. Comienza entonces la tremenda lucha por la expresión. 

 

La idea nace desnuda; a lo más, viene envuelta en una música vaga, en una irisación melódica. Con el oído atento, poniendo toda su alma a la escucha, el poeta tiene que captar esos acordes, darles forma; pero, cuidado: en vez de aprisionar con ello a la idea, debe dotar a ésta de autonomía propia mediante alas de luz, y para tal labor sólo cuenta con las palabras. Una a una tomará las monedas de cobre del lenguaje común, que pesan como plomo en su mano, las empañará con el aliento, aplicándose a frotar su superficie hasta conseguir que brille y refleje aquella luz del sol que va buscando, y transformadas en láminas de oro revestirá con ellas las alas de la idea.

 

Cinco años han transcurrido así para el autor de este libro, en liza «con las epigonales aristas de las palabras». Sorprendido por la vocación literaria en una revuelta de su andadura, ha sabido compatibilizar/a con la vida profesional y familiar, dando otra dimensión a su quehacer diario en la clínica y el hogar. El hombre que hacia turnos en la Residencia Sanitaria, se ha visto obligado por su nueva inquietud a permanecer siempre despierto, en guardia permanente. 

 

Cuando le conocimos llevaba consigo una pequeña carpeta, de la que brotaron las primeras cuartillas, aún balbuceantes. Más tarde, la carpeta aumentó de tamaño y aparecieron los folios: el arbusto crecía, y con la sucesión de las estaciones mudaba de hojas. En un momento dado, hace ya un tiempo, tuvimos en la mano el primer esbozo de libro, con el título de «La ofrenda sostenida». Ahora, tras una poda y un último retoñar, el árbol ha adquirido su silueta definitiva (si bien bajo tierra ya está prolongándose en raíces que darán origen a otros ejemplares). El título ha cambiado: La danza rota, y lo entendemos más que con el significado de movimiento interrumpido, con el de búsqueda zigzagueante. «Es una gráfica febril», nos dice el autor. Si, exactamente, una línea quebrada que intenta una y otra vez remontar su curso. Algunos de estos poemas ya son conocidos, por haberlos difundido en primicia la revista Cauce. Muchos no habrán olvidado, entre ellos, la inquietante luz y la intensidad de «habitación de hotel». Esa es, precisamente, la composición más extensa del tomo; a su lado, otras se reducen a uno, dos, tres versos, extractos de poemas, quintaesencias. ¿Qué impresión produce la página en blanco, marcada por una sola frase? Leemos, por ejemplo: «Toqué muerte y sentí vida», y cumplida en un segundo la función de la mirada, la reflexión inmediata se expande por la superficie del papel, sin que nada la limite. 

 

Ricardo A. Labra ha querido dedicar varios de estos poemas a sus amigos de la Tertulia Literaria de Langreo, camaradas de inquietudes artísticas, al lado de los cuales ha madurado su vocación. Entre ellos el de sentido más explícito se dirige a Helios PandielIa, que ha ilustrado el libro (Ia entrega de Helios a todos los proyectos literarios de sus amigos, su capacidad de primer lector para extraer los esenciales temas de sus dibujos, y el enriquecimiento que éstos suponen para los textos, se merecía otro prólogo y aún algo más). 

 

Cuando un libro se edita, las manos de su autor, tras ofrecerlo al público, quedan vacías. Las de Ricardo A. Labra se mueven ya entre «Ias apretadas lineas paralelas» de nuevas composiciones. No perdamos su pista, a partir de ahora.

 

(Langreo, marzo de 1984)


Habitación de hotel
Un olor difuso a almizcle
a estanque salpicado
por fluctuantes hojas otoñales.
Un arenoso hueco escarbado
     en la colcha
en el que el péndulo señala
     el escalofrío
que recorre la ausencia
de unos músculos arqueados.
Un vaso para el naufragio
      atravesado
por el trueno de unos dientes.
Un drenaje
para la evacuación silenciosa
                del grito.
Una lámpara azufrada.
Un espejo que refleja
señales de humo.
Saliendo por el armario
un tensiómetro deshilachado
               como un brazo agotado
de medir intensidades
     de abandono
y dos perchas desgastadas
     pero útiles
para colgar fantasmas.
Una nota musical
en la ventana de un cuadro
donde una ninfa se sonríe
con los dientes tecleados
     de un Petrof.
Un caballo neumático
que respeta a las vallas del oleaje.
Una bola de cristal sobre la mesa
con una confusión de pasos desatados:
París, México, Ginebra o Barcelona.
Una alfiler que señala
el resplandor de un momento.
Dos alfombras, dos motivos
extendiendo manos como copas
a los ácidos pechos licuescentes
o al néctar del cansancio.
Un termómetro que calcula
el frío del Norte de Europa
y el mediodía ecuatorial.
Un reloj de arena
numerando las horas de Venecia
donde la Esfinge de agua
      agita su mano
cansada de tanta despedida.
Una vibración de cuarzo
               que impulsó el dedo
a la planta veintisiete del ascensor noveno
en que comienza la habitación nueve-mil-veinti-siete
                                 ciudad de New York
rosa de la noche
bordada por una memoria múltiple
de partículas fluorescentes.
Unos cortinajes
especialistas en disecar heliotropos
y en embalsamar sueños.
Un balcón que nos suspende
en un laberinto hostil a la mirada
donde la oreja de Van Gogh
     aturdida
escucha su condición de trofeo.
Un teléfono que reposa
                                     como un vértice
anudando los divergentes ecos del idioma
las anchas laderas del espacio
donde un paisaje extraño
reclama una voz
para la indómita cercanía
     del oído.
Un arácnido
inscribiendo por las esquinas
su carta de realeza
y algún ortopédico acento
crujiendo por la madera
     cierran

la negación de cualquier destino. 

Piras de sal

(A los viejos mitos)

 

Todos los cielos han caído

en llamaradas de sal

 

Apenas una ligera brisa

recoge la penumbra del gesto

 

Ya nada queda

vivimos y todo se ha ido

con aquel fuego



Presentación por Alberto Piquero

Ricardo Labra
Ha sido todavía ayer —siempre— cuando al leer el último verso de un libro, la última palabra, su postrer latido, he entrecerrado avariciosamente los ojos, midiendo el instante agridulce en que la vida ávidamente compartida renglón a renglón se ha de convertir en memoria. Después, con el tiempo sereno de los viejos ritos, he cerrado el volumen con morosidad proustiana, sintiendo en el tacto el espesor de sus miedos, de sus victorias, de su locura fraternal, de su amor o de sus fuegos sagrados, y por alargar el trance irrepetible, he buscado más allá de las páginas, en una contraportada insípidamente formal, la prosecución imposible de un sueño que sólo puede guardar la ausencia.

 

Esta vez, uno mismo es el culpable de incurrir en la prolongación abismal de un texto que ya ha debido cerrar los ojos a la luz para abrirlos con mejor criterio en el recuerdo sumergido del lector. Sean las culpas delegadas en el poeta amigo, quien —«porque es hermoso entregarse»— ha querido que participáramos de su primer mundo lírico incluso los que sólo patrullamos las orillas de la prosa. 

 

Ricardo Labra (Sama de Langreo, 1958), es hombre construido para la poesía. Dotado para el asombro por las cosas cotidianas, ha perfilado en la soledad henchida que cruza sus poemas la dimensión cósmica que aprendió de Neruda en el tiempo aquél que definió sus primeras letras creativas. 

 

Heredero tardío —tal vez— de la poesía social-realista en sus primeros escritos, ha sabido transcender el fastidioso enredo en el que la ética y la estética se anulaban por mor de su mismo frenesí monotemático, y cobrando identidad, ha tanteado sus verdaderos adentros para alcanzar la ruptura donde la poesía comienza: ¿(Estoy harto de tantas teorías: / Dejadme soñar/ como la tierra duerme». Como diría Octavio Paz: «La literatura moderna no demuestra ni predica ni razona; sus métodos son otros: describe, expresa, revela, descubre, expone». Ese es el tamaño de la conquista de Ricardo Labra en el trecho le ve que le separa de sus primitivos versos. Fecundidad que no ha de extrañar a quienes paso a paso hemos seguido su evolución tensa y tenaz en pos del hallazgo siempre incierto de las filamentosas palabras. 

 

Puede que el poemario —«Que esta imantada geometría / sea prisma de luz / donde otros ojos descubran / las ausencias»— conlleve algunas irregularidades salpicadas por las esquirlas con que el poeta ha ido dando silueta firme a sus emociones. Quienes se hayan detenido en las largas, densas, esculturales estrofas de «Habitación de Hotel», saben que la experiencia ha ido dejando atrás todos los residuos que pudieran ensombrecer el ámbito iridiscente donde se moltura la esencia poética. Ricardo A. Labra —«Por un instante tembló / el abanico de su belleza / casi Iicor / en la dorada uva de la tarde»— ha comenzado a trabajar en las distancias que inevitablemente conducen al futuro. El futuro del que hablara ese poeta humanísimo que se llama Gabriel Celaya. 


Teoría del ensueño

 

Discurren las horas escindidas

por la mugrienta quilla del ensueño

 

Arribamos remotas ciudades

cobreadas por soles antiguos

—braille del conocimiento—

 

En la piedra, clamor de voces,

fulgor espadas centenarias

al paso tenaces guerreros sangrientos.

Lascivos besos mujeres

diosas y efebos

 

Aire denso, aliento graduado...

 

Exaltados, ebrios

abordamos los milenarios templos

donde los arúspices continúan indagando

el final de la pugna

 

Jirones púrpura, muñones pétreos

pedestales donde apoyar el pensamiento

 

Ícaros del mundo abrasados

por la insondable existencia.

No basta el Leteo del ensueño

nos mueve el latido de la vida 



Ricardo labra

La danza rota

• Ilustraciones: Helios Pandiella

• ISBN: 84-398-0690-6

• 1984 

• 15 × 21 cm, 108 páginas, rústica.

• Tripa Impresa a una tinta, cubierta a cuatro

• 500 ejemplares numerados

• Agotado