Por Pepe Monteserín [de Con mucho busto, pp. 726-730]
No hay escultura de piedra ni busto en bronce de Eugenio, pero sí placa, obra de Luelmo, sobre ilustración de Helios Pandiella, que le dedicamos los tertulianos en un homenaje, con su presencia, en Sama de Langreo, en la Sociedad de la Montera, el 5 de mayo de 2005; viene este dibujo de Helios Pandiella en la última página de La balada del Nalón, relato de Torrecilla en torno al río que pasa por Sama, publicado por Luna de Abajo en 1984. El primer texto que leí de Torrecilla, días antes de conocerlo, «Panorámica de Delft» lo publicó en la revista Arlequín; describía un viaje suyo para conocer el cuadro de Vermeer ante el que muere Bergotte, personaje de Proust, de En busca del tiempo perdido. Meses después escalé a Proust en la cordada dirigida por Eugenio, y años más tarde peregriné también a La Haya para contemplar el cuadro de Vermeer y conocer Delft. Ese homenaje en La Montera comenzó con una escenificación de Barataria Teatro (que dirige uno de los tertulianos, Roberto Corte) con el actor Ángel Moreno en la piel de Ramón Gómez de la Serna, aprovechando la actualidad de una obra en cartel; pronunció unas palabras el presidente de esa sociedad, Luis Ardura, intervino Julio José Rodríguez, director de la revista Rey Lagarto, también Francisco Palacios, historiador, y yo leí estas palabras:
En octubre de 2001 conocí a Eugenio Torrecilla y, desde entonces, lo admiro. Lo admiro, repito. Esto es todo lo que tenía que decir: que lo admiro.
Bibliografía consultada: Abel Sánchez, una historia de pasión, de Miguel de Unamuno. El árbol de la ciencia, de Baroja. Los pueblos, de Azorín. La malquerida, de Benavente. Las afueras, de Luis Goytisolo. Las cerezas del cementerio, de Gabriel Miró. Nada, de Carmen Laforet. Mr. Witt en el corazón, de Ramón J. Sénder. La calle Valverde, de Max Aub. El Rastro, de Gómez de la Serna. Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán. Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños, de Quevedo. Misericordia y Trafalgar, de Pérez Galdós. El Lazarillo de Tormes, de no sé quién. Mortal y rosa, de Francisco Umbral. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, y Del Ingenioso Caballero don Quijote de la Mancha, ambos de Cervantes. Meditaciones del Quijote, de Ortega y Gasset. La cartuja de Parma, de Stendhal. Tres cuentos; a saber: Un corazón sencillo, La leyenda de San Julián el Hospitalario y Herodías, de Flaubert. Ilusiones perdidas, o sea, Los dos poetas, Un gran hombre de provincia en París y Los sufrimientos del inventor, de Balzac. En busca del tiempo perdido, o sea: Por el camino de Swan, El mundo de Guermantes, A la sombra de las muchachas en flor, Sodoma y Gomorra, La Prisionera, La Fugitiva y El tiempo recobrado, de Proust. La dama del perrito y otros cuentos, de Chéjov. El capote y Almas muertas, de Gógol. Memorias del subsuelo, Memoria de la Casa de los Muertos y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgakov. Padres e hijos, Diario de un hombre superfluo y Primer amor, de Turguenev. Oblomov (muy buena para el estrés), de Goncharov. Estos días estoy en Yasnaia Poliana, con Tolstoi. De aquí, de La Montera, me marcho a la estepa hoy mismo.
Gracias, Eugenio, por acompañarme, por acompañarnos en el sentimiento.
El quíntuple de estas obras que cito habremos leído desde entonces en la tertulia. Tras la publicación de La vida por la letra, le hice esta entrevista a Eugenio para La Nueva España, que se publicó el 26 de abril de 2010. Aunque lo trato de usted, lo tuteé siempre, él me lo permitía, si bien con el tiempo me arrepentí de esa licencia; me hubiera resultado más fácil hablarle con la deferencia del don que a lo llano; o sea, tutearlo de usted.
Eugenio Torrecilla nació en El Entrego, pero a los cinco años su familia se trasladó por motivos laborales a una cuenca minera leonesa de cuyo nombre no quiere acordarse; allí cursó primaria, bachillerato en León y Medicina en Valladolid. Se especializó en pediatría y eligió como destino Sama, donde reside desde 1958. En 1969 puso en marcha una tertulia literaria, que aún pervive. En abril de 2005 fue premiado por este periódico como «Asturiano del mes». Luna de Abajo acaba de editar su libro La vida por la letra, autoficción y homenaje a la lectura y a la fantasía.
—¿A qué edad aprendió a leer?
—A los tres años. Alguien había dentro del niño empujándole a ello, un impulso genético, quizás.
—¿Confundió alguna vez realidad y fantasía?
—Eso sólo acontece en la infancia: los psicólogos hablan del «pensamiento mágico» del niño. Luego, mal que nos pese, la realidad se impone siempre.
—¿Qué es la literatura?
—Un camino abierto hacia horizontes atractivos por el que el autor nos lleva de la mano.
—En su libro, la figura de su padre es evidente, la madre menos.
—Por idealizarla. Ella llega a mi corazón, es la mujer que permanece a mi lado, cuando estoy enfermo, no me obliga a hablar y nos entendemos sin palabras.
—Hay muchos libros para niños, pero, ¿los hay para viejos?
—Los viejos ya no leen, salvo el periódico, y eso les da motivo para hablar entre ellos de lo mal que va el mundo.
—Cuando el niño pasa de Julio Verne a Palacio Valdés lamenta que no destellen maravillas. ¿Se refiere al naturalismo?
—Sí, yo esperaba en los libros de los adultos otras revelaciones y encontré la vida de cada día.
—Dice que los libros hay que merecerlos. ¿Es partidario de que obliguen a un escolar a leer La Celestina o a Proust? ¿Los merece?
—En los libros franceses los adolescentes leían a Proust, así me contaron; su formación les hacía merecer el regalo. No sé qué merecerán nuestros bachilleres actuales. La Celestina o El libro del buen amor, son objetos de estudio para una licenciatura de letras.
—La trama le interesa menos, «dejemos a los simples que lean a la carrera para saber cómo acaba la historia».
—Prefiero ver cómo avanza, si la concatenación de las frases se realiza con arte. Aunque más allá del estilo, hay autores que desarrollan asuntos de importancia vital arrolladora: Dostoievski, Tolstoi...
—¿Le gusta la novela policiaca?
—Leí a Agatha Christie en la juventud, hasta que me cansaron aquellos repetidos esquemas: el cadáver de entrada, un sagaz detective que reúne a cierto número de sospechosos, la sorpresa final... Me interesaron más los iniciadores del género, que descubrí después: Poe, Gastón Leroux con su joven detective Rouletaville persiguiendo al malvado Larsan, diestro en disfraces, imprevisible. Aunque la criminología ya fue tratada por Dostoievski en Los hermanos Karamazov y la horrorosa escena del asesinato de Crimen y castigo, con su tensión insuperable.
Aquí, como en cada respuesta, se explaya, hablándome de una librería de viejo en Valladolid, donde compró El perfume de la dama enlutada y de la biblioteca de Rioseco donde leyó El misterio del cuarto amarillo, que había visto en el cine... Mucho me contó y mucha discreción pidió. Esta entrevista es el resultado del acuerdo al que llegamos, el mínimo común múltiplo entre su devoción y la mía.
—¿Lee siempre a los muertos?, ¿algún libro de este siglo?
—Difícil me lo pone. ¿Qué han dado de sí nueve años? Leí Soldados de Salamina y Oído atento a los pájaros, de Luis Goytisolo, pero suelo mirar más atrás, a los inmortales.
—Despierta el espíritu pero, ¿sería peligroso que leer suplantara la vida?
—Más bien la enriquece y ayuda a asimilarla, aguza el sentido psicológico, induce tolerancia.
—Cita muchas veces los árboles, ¿los hay en su paisaje ideal?
—Imprescindibles, son lo más hermoso de este planeta. Sueño con árboles. «No acaba la hoja con sol / ante nuestro corazón», decía el poeta de Moguer.
—¿Reales o vislumbrados a través del arte? Pienso en el Bergotte de Proust ante Delft.
—Reales sí, rememorados por el niño desde otra región, los maravillosos bosques de Asturias.
Le pregunto si sigue leyendo a los rusos y calzando, como él dice, las botas de cien leguas; y ahí me cuenta La nevasca de Pushkinn y mucho más. Mucho me cuenta y mucho pide que me calle.
—Eugenio es soltero; ¿de qué mujer se enamoró en la fantasía?
—Ana Ozores, la Regenta, fue el primer personaje literario que se introdujo en mi sueño. Hasta entonces las lecturas no cruzaban esa barrera.
Me habló de Carlo Kennicott, una joven rebelde protagonista de Calle Mayor, de Sinclair Lewis. Y de cada libro mencionado, me da la editorial, el traductor y el prestamista.
—Pregunta tópica: ¿cuáles son sus diez novelas fundamentales?
—Son nueve, dejo un espacio a la esperanza. La Regenta, como único español.
—¿Es deudora de...?
—Sí, de Fortunata y Jacinta.
Aquí una digresión sobre lo que esta obra de Galdós tiene, a su vez, de Balzac, cuyos personajes son, uno por uno, reflejo significativo de su tiempo histórico.
—Y Cien años de soledad; el resto lo leí en traducciones: Guerra y paz, Los hermanos Karamazov y Sacha Yegulev, de Andreiev; La montaña mágica, Ilusiones perdidas, por decir una trilogía de Balzac, La peste de Camus, y En busca del tiempo perdido.
Me habló de cada uno de ellos, y de otra selección de novelas cortas. Todas las leímos en los últimos años de tertulia.
—¿Es la poesía el grado más alto de la Literatura?
—Al menos eso cree el lector cuando descubre a los grandes poetas: Rilke, Juan Ramón Jiménez.
—Dice que la vida es el avance por la página, que en nuestro calendario interior el tiempo se mide por libros leídos, que tenemos la edad que nos confieren, y que solo ante un libro abierto recobramos el vigor juvenil, imponiendo nuestro fuero a la edad. ¿Lee libros que le rejuvenezcan?
—Mantengo el interés por la lectura y alguna relectura me devuelve al tiempo en que hice la primera, y es como descubrir la fuente de la eterna juventud.
—¿Algún libro fundamental por leer?, ¿algún autor que, como le ocurrió con La Ilíada cuando era niño, no haya comprendido aún?
—No he leído el Ulises de Joyce, pues quienes lo han hecho se quejan tanto... En cambio disfruté en su Retrato del artista adolescente, en la magnífica traducción de Dámaso Alonso.
—¿Ha leído a Benet?
—Trece fábulas y media, pero me resultó difícil entrar en Volverás a Región.
—¿Volvió al pueblo de su infancia?
—No, me resultaría doloroso. Son muchos recuerdos...
—¿Existieron lectores famosos?
—El Quijote, claro, y, con él, el Caballero del Verde Gabán.
—¿Queda algo por contar en la literatura?
—¡Tiene el ser humano tantos recovecos a explotar! Los nuevos tiempos traerían, además, otro tipo de hombre; ya vemos lo que viene y nos espanta. Al sustituir el papel por otros soportes tecnológicos la escritura será más concisa, perdiendo más de lo que gane.
—¿Dios es ficción?
—No. Soy creyente.
—¿Porque nunca menciona la Biblia?
—No la he leído; en mi generación estaba en entredicho por la propia Iglesia. Metedla en mi féretro, como salvoconducto para el Más Allá.
—¿Cree en una vida mejor que la de los libros?
—En ese Más Allá, ¿qué nos espera? No todo será allí entonar salmos. Habrá otro modo de leer, ahora inimaginable, en que se nos desvele la finalidad del Universo.
Algunas cosas me las confesó en secreto, de su apellido materno y su año de nacimiento me enteré motu proprio, pero me lo callé al pedírmelo él, aunque un redactor del periódico lo añadió en un titular por su cuenta.
La tertulia de Eugenio tuvo tres etapas; la primera comenzó hacia 1968, en Sama, que duró más de dos décadas, y empezó en el Bar La Nalona; la segunda, creo que fue en octubre de 2001, cuando yo me incorporé por recomendación de Ricardo Labra y que, salvo los meses de verano, no se interrumpió, celebrándose primero en la librería Don Quijote, de Pepín, en La Felguera, hasta que Pepín se jubiló y nos mudamos a la Casa de Cultura, hasta el fallecimiento de Eugenio, un jueves que tocaba tertulia, el 27 de octubre de 2012. Pocas fechas después, y dado que casi ningún tertuliano era de La Felguera, decidimos trasladar la tertulia a Oviedo; yo me encargué de conseguir que nos acogiera el Museo Arqueológico, tras el reciente nombramiento de su director, Ignacio Alonso, en diciembre de 2012, compañero en otras tertulias antológicas y ontológicas en Tazones, con un grupo de arquitectos. En el Arqueológico nos reunimos los jueves desde enero de 2013, aunque adelantamos una hora la cita, en lugar de las 20:00 horas las 19:00.
Esta necrológica escribí el 29 de septiembre de 2012. «¿Qué leemos ahora?»:
Nos habíamos despedido en junio y aunque quisimos que nos diera un adelanto de las primeras lecturas para el curso 2012-2013, Eugenio prefirió esperar. Los deberes para el verano habían sido Grandes esperanzas, de Dickens. El jueves, a las siete, una hora antes de la primera reunión de la temporada, lo llamó Roberto Corte, que solía acercarlo en coche desde Sama a la Casa de Cultura de La Felguera, donde nos reuníamos, pero Eugenio declinó la invitación: «Estoy mal, llevo un mes sin salir», dijo. A las 8 lo llamó otro de los tertulianos, el doctor Fernando Tamargo, y no contestó, no siempre contestaba el teléfono aunque estuviera en casa. Otra de nuestras compañeras, Gloria Fombella, nos contó que Eugenio debía de estar mal porque últimamente no iba a misa. De manera que, por primera vez sin él, al inicio del curso literario, nos juntamos Eva Vallines, Belén Roger, Asunción Herrera, Alfredo Hernández, Roberto Corte, Fran Díaz-Faes, Enrique Bermejo y un servidor, para hablar de Grandes esperanzas.
En la entrevista citada que le hice a Torrecilla, cuando le pregunté si había leído la Biblia me dijo exactamente: «No la he leído y siento haberme perdido, aunque sea, la historia de José y sus hermanos. En mi generación estaba en entredicho»; y me pidió Eugenio, en tono de broma, que, junto con Joyce, a quien tampoco había leído, metiéramos la Biblia en su féretro, «¿qué mejor salvoconducto para el Más Allá?», me dijo.
Creo que fue en el primer libro de Torrecilla, La balada del Nalón, publicado por Luna de Abajo, en 1984, donde leí esto: «Es un viejo lector gravemente afectado por la letra, que se goza en su herida y procura que nunca cicatrice». Era él, desde luego, no quería curarse y moría mientras nosotros hablábamos, ya digo, de Grandes esperanzas.
Al funeral de Torrecilla, en la iglesia de Sama, asistieron uno o ningún político, el bedel de La Montera, una docena escasa de su tertulia literaria, dos familiares huidizos, hasta que se enteraron de la herencia que les correspondía; Melchor Fernández, consejero de La Nueva España, Perfecta, la asistenta (asistenta Perfecta, según Eugenio) y poco más. Al cementerio subimos cuatro gatos, como con Baudelaire, pero sin temporal. Me decía Labra que quienes más extrañarán a Torrecilla son los autores que puso en danza; sus nueve preferidos: Tolstoi, Dostoievski, Andreiev, Mann, Balzac, Camus, Proust, García Márquez y Clarín (La Regenta). Estos sí estaban en el cementerio, incluso Gabo, que fallecería en 2014. Veremos ahora quién los saca.
En mi biblioteca: «Panorámica de Delft» (artículo en la revista Arlequín), La balada del Nalón (1984, con una dedicatoria, «Un saludo personal en La Felguera, a fines de 2001» y la ilustración de Helios Pandiella), La vida por la letra (2009, dedicada de puño y letra «Con amistad y simpatía»), Las estrellas muertas (2016, póstuma, cuyo original rescatamos sus tertulianos y presentamos en la Casa Cultura de Sama, el 7 de octubre de 2016, ante escasísimo público, como en su entierro).