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El hombre de papel


Por Alberto PIQUERO

Publicado en El Comercio el 25 de mayo de 2010


Érase un hombre a las palabras pegado, érase un hombre de papel, un mapa de la literatura, la pasión del pensamiento en estado puro. Podías acercarte a su domicilio y, sobre un plano de París, recorrer las huellas de Simenon o el vientre de Zola. París, Troya, San Petersburgo... Si se trataba de Troya y preguntabas quién había ganado la guerra, la respuesta acaso fuera la siguiente: «En esa clase de batallas quien lucha sin descanso es el lector, que alternativamente es Aquiles o Héctor, todos los combatientes uno por uno, y al final la victoria por fuerza será suya». Si viajabas a la antigua capital de los zares, echaba la memoria atrás para recordar de este modo literal: «Yo andaba por entonces más por las calles de San Petersburgo (la Perspectiva Nevsky —Nevsky Prospekt—, ¿qué buen lector no la ha recorrido a lo largo de muchísimas páginas?) que por la carretera de mi pueblo». Eugenio Torrecilla, de quien nunca hemos sabido su edad, tal vez porque los hombres de papel carecen de cronología, acaba de publicar La vida por la letra, una hermosa edición —no podría ser de otra manera— de Luna de Abajo, al cuidado de Helios Pandiella. Un «retrato del lector adolescente» que fue y que continúa siendo por obra y gracia de la literatura. Aunque la comparación con la novela de aprendizaje de James Joyce se le antoja excesiva. —Todavía hay clases... —objeta. El lugar que habita es tan austero como él mismo. Apenas lo adornan unos tarros de farmacia antiguos o una camilla en la que recibía a sus pacientes infantiles mientras ofició de pediatra. Y los libros, por supuesto. Pero nadie piense en inmensas hileras de volúmenes, no. La sobriedad es hermana de la selectividad. Están los libros indispensables, aquellos a los que alude en la obra —anteriormente, publicó La balada del Nalón— y que configuran su ser completo. «Los libros que me envuelven en este estrecho ámbito son los imprescindibles, y se mantienen cerca para ser releídos. Suelo nutrirlos de papeles, de recortes y notas, al constituir material de trabajo. Busco su compañía; charlamos. Ellos son mi presente y a la vez el pasado, pues cada uno encierra, además de su texto, del pequeño mundo de su narración, un momento eterno en la memoria, cuando entró en mi vida». Una vez supo de la existencia de Hans Castorp y Joachim Ziemssen, en La montaña mágica (Thomas Mann). Y de la acendrada sensibilidad que procura la fiebre de la tuberculosis. Pero también comprendió que el mundo abarca otros meridianos. Todavía era joven y el diálogo transcurre durante la noche a bordo de un tren. —¿No crees que en esta edad hay que vivir de forma más realista y sin apoyaturas, vivir a lo vivo? Contesté como quien acaba de recibir una ofensa: —Te cambio desde ahora la vida por la letra. (No podía ver mi rostro encendido)... ¿Ocurrió realmente esa conversación que transcribe y que origina el título del texto? Lo más probable es que carezca de importancia la respuesta. Ya nos lo indicó su autor cuando apenas habíamos comenzado la conversación: —No hables de mí, habla del libro. El caso es que no se sabe dónde comienza el hombre o en qué instante se transfigura en libro. ¿A qué genero pertenecen el hombre o el libro? Otra pregunta de difícil solución. Él mismo establece las dudas: —¿Unas memorias, como las de Francisco Ayala en Recuerdos y olvidos? No, Ayala es más fidedigno... No hay que darle demasiadas vueltas. Aquí la ficción y la realidad son el mismo género. Veamos algunas pruebas, partiendo de la cita de Juan Ramón Jiménez, tomada de Piedra y cielo, que abre las páginas: «¡Libro, afán/ de estar en todas partes/ en soledad!». O ya de la mano del propio Eugenio: «Las letras yacen muertas, y es la solicitud del lector habituado quien las resucita». «Que al menos uno lea por los que no lo hacen». «Don Quijote lograba mantener su dignidad sobre el flaco rocín, mostrando la enorme resistencia de la literatura a la erosión externa». «El libro era la crónica de un mundo distinto, aunque tan real, o más, que el conocido, y cada cuento, parte de la historia del país entrevisto, donde pronto entraría para quedarse allí definitivamente, en cuanto dispusiera de la varita mágica»... Antes de que un compañero de bachiller —Cristiano Pinto, hijo de un abogado liberal en tiempos sin libertades y fallecido prematuramente— le asomara a Shakespeare, con antelación a que un asturiano desterrado en León le acercara a la literatura rusa, previamente al deslumbramiento homérico que llegó a su todavía tierno entendimiento merced al obsequio que recibió su padre por parte de un sacerdote con el que había establecido un debate periodístico, con antelación a las palabras mayores... hubo cuentos de Calleja, alguna aventura con Salgari o incluso la tentación de las novelas por entregas folletinescas. ¿No dijo Rilke que la patria del hombre es la infancia? Lo es en la figura del lector. Eugenio Torrecilla nació en El Entrego (San Martín del Rey Aurelio), a los cinco años su familia se trasladó a un pueblo leonés, «de cuyo nombre no quiero acordarme», estudió Medicina y se especializó en Pediatría. Regresó a Asturias para ejercer su profesión en 1958, tras iniciarse en el pueblo maragato de Val de San Lorenzo, y en 1969 fundó la tertulia literaria de Langreo, por la que han pasado el director de Rey Lagarto, Julio-José Rodríguez, los poetas Ricardo Labra y el recordado Alberto Vega, el historiador Francisco Palacios, el escritor Pepe Monteserín, el bibliófilo Enrique Bermejo... A todos les dio a beber el dulce veneno que cobija tras las vidrieras de sus anaqueles. Mann, Proust —«cuando abro el armario donde guardo (oro en paño) los autores franceses y repaso el camino de Swann (...) siento la tensión del día iniciático»—, Shakespeare, Cervantes, Dostoyevski, Tolstoi, Clarín, Juan Ramón Jiménez... Todos quedaron hechizados como personajes de un cuento y se sabe de buena fuente que jamás encontraron la salida. Son las once de la noche, nos despedimos y abre un libro...

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