Por José Antonio MASES
Publicado en El Comercio, el 4 de junio de 2018
Voy a hablar de un libro. De un libro que a su vez habla de libros, de escritores, de lugares exóticos y de mariposas. Y quiero empezar por estas últimas, de las que el Diccionario de la Academia da esta definición acaso sobria en exceso: «Insecto de boca chupadora, con dos pares de alas cubiertas de escamas y generalmente de colores brillantes, que constituye la fase adulta de los lepidópteros». Tampoco el maestro Covarrubias trata a las mariposas con la devoción que se merecen: «Es un animalito que se cuenta entre los gusanitos alados, el más imbécil de todos los que puede aver. Éste tiene inclinación a entrarse por la luz de la candela, porfiando una vez y otra, hasta que finalmente se quema». Es decir, que don Sebastián las tilda de tercas, de insensatas, aunque no digo que deje de quererlas. Pero esas criaturas voladoras, de cuerpo frágil y lleno de hermosura, que no tienen casa, que se alimentan de yemas vegetales o raíces y alcanzan una vida tan efímera, son las grandes amigas de niños y artistas. Los primeros las miran con asombro, intentan atraparlas y no pueden; los pintores las llevan a sus lienzos, como hace Picasso; los poetas —Lorca, Darío, Neruda, Juan Ramón...— les ofrecen versos de homenaje; los narradores les dedican prosa emocionada: Gabo se acuerda de las «mariposas amarillas» cada vez que escribe el nombre de Mauricio Babilonia; Hemingway las invoca en su cuento «La mariposa y el tanque», ambientado en el Madrid de la Guerra Civil; Nabokov las colecciona, las dibuja, las ama y llega a decir de ellas: «La literatura y las mariposas son las pasiones más dulces de la humanidad».
Hablo, pues, del libro arriba anunciado, libro uno y vario, pues siendo un austero volumen en formato de 13,5 x 20,5 y 202 páginas, es muchos libros y, por tanto, de difícultoso encuadramiento. No se trata de una obra de ficción, no es una crónica viajera, no es un diario personal, no es un estudio crítico, no es un tratado de sociología, no es un ensayo erudito. La mariposa en el mapa no es nada de eso, pero al mismo tiempo lo es en su conjunto. Y, con la entrega de este libro múltiple, su autor, Jorge Ordaz, barcelonés y ovetense, hombre avezado a ver reconocida su espléndida tarea literaria —finalista del premio Herralde (1985), por Prima donna; finalista del Nadal (1993), por La Perla del Oriente; premio de la Crítica de Asturias de Narrativa (2012), por El fuego y las cenizas, etc.—, no sólo reafirma su talento literario, sino que nos revela secretos, referencias y ciertas divertidas argucias del escritor, lepidopterólogo, incansable viajero por los caminos del mundo, caprichoso vecino de variados lugares —París, Cannes, Amberes, Lisboa, Viena, Zurich...— y fascinante ciudadano llamado Frederic Prokosch, nacido en Madison, Wisconsin, en 1906. Ordaz, tenaz indagador de la peripecia creativa y personal del norteamericano —con quien llega a mantener correspondencia—, escudriña con minuciosidad azoriniana sus pasos literarios, sus amistades, su vocación itinerante, sus devaneos sociales, políticos o amorosos y su querencia por las mariposas, a las que se aficionó en su niñez, en Texas.
Pero, a fin de cuentas, ¿quién es Frederic Prokosch? Siempre siguiendo a Ordaz, Prokosch fue, además de lo dicho hasta aquí, un excepcional ciudadano estadounidense, de origen austriaco, que publicó alrededor de una veintena de novelas, tres volúmenes de poesía, que practicó varios deportes y desarrolló una gran tarea como traductor. Como novelista, firmó obras —no siempre recibidas con unánime benevolencia, y algunas llevadas al cine— que él gustaba de calificar de 'internacionales'. Entre ellas destacaron, al parecer, las tituladas Los asiáticos, Los cielos de Europa, Tormenta y eco y Los conspiradores. No conozco ninguna de ellas, pero estoy seguro de que acierto al dejarme guiar de Jorge Ordaz cuando él las va enjuiciando según su criterio. De la primera dice que «es un libro inusual. Nada hay que se le parezca en la narrativa norteamericana contemporánea. Aunque no está exenta de influencias, es una obra sumamente original”. Y Ordaz define así la última que cito, al parecer no la mejor pero quizá la más popular del autor: «Es una historia de espionaje, amor y traición en el inicio de la II Guerra Mundial, y está ambientada en Lisboa […] escrita con un lenguaje sobrio y preciso, bien estructurada, con buen ritmo y acción y una trama convincente —pese a algunas inverosimilitudes— y que mantiene al lector en suspenso hasta el final».
¿Ha sido todo eso, sólo eso, el americano de Wisconsin cuya vida, obra y azares ha rastreado a lo largo de medio siglo, con fervor y paciencia, el escritor Jorge Ordaz? A tenor de todo cuanto descubro en La mariposa en el mapa, tengo el convencimiento de que, además y por encima de todo, Prokosch —fallecido en Plan de Grasse, sureste de Francia, el 2 de junio de 1989— fue un obstinado perseguidor no sólo de las mariposas que coleccionaba, sino de la felicidad, tan esquiva como esos fulgurantes insectos.
Al cerrar el libro de Jorge Ordaz me queda la sensación de haberme paseado muy gratamente por las 202 páginas de un texto lleno de interés, originalmente trabado y repleto de pormenores deliciosos que satisfarán al lector más exigente. Pero, en contrapartida, la lectura de La mariposa en el mapa me deja un regusto amargo al sospechar que, tras la máscara de la apología literaria, el disfrute de parajes exóticos, los amores controvertidos o la a veces escurridiza fortuna con que fue transfigurando su propia existencia, a Frederic Prokosch le faltó mucho para sentirse un hombre feliz: en una ocasión llegó a declarar que «las horas más hermosas de mi vida las he pasado solo en un bosque con mi red cazamariposas».
«Era una manera de combatir su soledad —ratifica Ordaz—. Más tarde este interés se convertiría en algo más que un entretenimiento; supondría su afición más duradera y una forma gratificante de escapar a las crecientes insatisfacciones de la vida».
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