Por Alberto PIQUERO
Publicado en El Comercio el 22 de mayo de 2016
En cierta ocasión, haciendo uso de mayor sinceridad que ironía, presentando una novela de Arturo Pérez Reverte, con el autor sentado en la misma mesa, se me ocurrió que había cierta paradoja en el hecho de que quien introdujera al creador del Capitán Alatriste —bregado en guerras balcánicas y mejicanas reinas del sur—, fuera este temeroso ciudadano capaz de imaginar aventuras en la ordinaria travesía de ir a comprar el pan nuestro de cada día, uno mismo. Cariñosamente, tras finalizar aquel acto me dio un coscorrón, tal vez sospechando un rasgo hiperbólico en el ánimo de aquella comparación.
Hubiera sido una buena oportunidad para explicar que cada cual tiene su estrella, su carácter y su escuela. Y que en materia literaria, por estas tierras langreanas, hemos sido muchos los que aprendimos que los capítulos de la vida también están escritos con la tinta indeleble de las lecturas, de los lectores, a quienes Borges incluso consideraba más misteriosos que a los propios narradores.
Esa lección nos la transmitió en carne viva uno de los personajes más receptivos a la letra impresa de cuantos he conocido, tutor imprescindible de la Tertulia Literaria de Langreo, Eugenio Torrecilla.
Próximo a su inminente fallecimiento, en 2012, hallando dificultades para abrir la pesada puerta de su portal, auxiliado, sólo comentó: «Los que hemos leído juntos siempre nos reconoceremos», a modo de sobrio agradecimiento.
Era sentimentalmente pulcro, ajeno a cualquier disfraz retórico, heredero limpio de los clásicos y, sin duda, un sabio.
Me cuentan que Helios Pandiella y Ricardo Labra han conseguido recuperar y editar en homenaje póstumo el último manuscrito que nos dejó, Las estrellas muertas, por lo que sé una grave desconfianza respecto de la condición humana.
En estos tiempos de profunda crisis y superficiales utopías alternativas, tal vez resultara muy aconsejable acercarse a una voz que frente a tirios y troyanos —era un auténtico especialista en Homero— nos mostrara nuestro verdadero ser ante los espejos.
Al final, no habrán de redimirnos los héroes todopoderosos, sino la advertencia sensata del talón de Aquiles. O quizá el conocimiento del mito de Sísifo. Argumentos suficientes que deberían conducirnos a la relativa e inquietante certeza de que el pan nuestro de cada día es tan heroico como el mismísimo Ulises.
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