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Estrella viva


Por Alberto PIQUERO

Publicado en El Comercio el 9 de octubre de 2016


Por razones de la intendencia del oficio (cada cual tiene las suyas), escribo previamente a la convocatoria que para el lector será la del pasado viernes, cuando está previsto que la Casa de la Cultura de Sama de Langreo reciba a muchos de cuantos aprendimos del doctor Eugenio Torrecilla que se puede entregar «mi vida por la letra», título de su autobiografía literaria.

 

En esta ocasión, el motivo de la cita atiende a la edición (Luna de Abajo) de su novela póstuma, Las estrellas muertas, un acontecimiento que acaso no suscite de momento mayores pompas —tan ajenas a la sabiduría clásica y sobria del autor, diríase que estoica—, ni haga sonar clarines y trompetas en los salones de la fama frívola, que también tiene su acomodo en modas artísticas y aulas académicas. Sin embargo, ars longa, vita brevis, no presten demasiado atención a los campanarios efímeros y si tienen ocasión aproxímense a estas páginas. La tirada editorial ha sido reducida, pero doy por seguro que habrá reediciones.

 

Eugenio ha dejado en este prodigio narrativo que protagoniza un investigador científico buscando la fuente de la eterna juventud —el secreto de la inmortalidad—, la inmensa e intensa destilación de una sensibilidad que paseaba por los capítulos de Thomas Mann (un personaje se llama Hartmann), Proust, Homero, Dante, Cervantes o Shakespeare, como si hubieran sido sus vecinos toda la vida. Esa familiaridad que transmitió a quienes este viernes le recordaremos.

 

No es el libro de Las estrellas muertas, como cabe suponer, un texto complaciente ni de fácil digestión. Es exigente, a veces muy amargo, para paladares de lectores que no le tengan miedo a la verdad y asuman que tal vez «los hombres somos poco más que esos espantapájaros montados con prendas de desecho que parecen haberse detenido a meditar en medio de los campos».

 

Se nos previene también para no caer en la tentación de «los enanos que, puestos de puntillas, se las dan de gigantes».

 

Sólo una lucidez tan esclarecida es capaz de reconvertir estrellas muertas en estrellas vivas, ese misterio de la literatura —de la vida— del que Torrecilla guardaba las llaves. 

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