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Denigra que siempre queda (a propósito de la florida invectiva que José Luis García Martín dedica a mi libro sobre Ángel González)


Por Ricardo LABRA


Soy de los que piensan que las malas críticas fortalecen a los libros, reforzando connotativamente el entramado marco de sus significaciones, del mismo modo que ciertos virus y bacterias suelen reforzar el sistema inmunológico de los organismos vivos. Los libros que no soportan una mala crítica no están dotados para sobrevivir a los duros requerimientos y exigencias del intelecto y del gozo estético. La crítica literaria no solo cumple una función necesaria en su cometido decantador, sino que se muestra imprescindible para diferenciar las voces y reconocer los ecos.

 

No seré yo pues quien se sienta molesto, ni mucho menos ofendido por una mala crítica, por intensas y vitriólicas que resulten sus censuras. Ya que cernudianamente considero que cada una de ellas no deja de ser una forma amarga de formular un elogio, de expresar una incontenible admiración por el escritor denostado, pudiendo establecerse una relación de grado entre las acusadas impugnaciones y los sustantivos alcances que el detractor otorga a una determinada obra. Y que por tanto, una desaforada crítica también puede ser en valores negativos, en la mayoría de los casos lo es, una sincera forma de reconocimiento.

 

Debido a lo expuesto, si me avengo a acrecentar esta pequeña polémica provinciana, promovida por mi incorregible José Luis García Martín, no es por el fútil impacto de sus andanadas, sino por los efectos colaterales —por no decir paraliterarios— que ha desencadenado su torpe incontinencia al retarme pública y explícitamente en mi muro de Facebook: «Ricardo, ahí está mi texto. Quien pueda que lo lea y lo rebata, si puede», llenando de incertidumbre a personas cercanas que no tienen por qué dilucidar esas engorrosas cuestiones. Y como el que calla otorga, no me queda otra opción que realizar algunas precisiones a su oprobiosa invectiva, si bien antes quiero reconocer a mi oponente su prodigalidad en la utilización de artificios retóricos, así como el esmero con el que me ha dedicado su pirotecnia literaria.  

 

 

 

Comienza García Martín su invectiva con una paralelística antítesis del título de mi libro sobre Ángel González, cumpliendo su humorística ocurrencia la función de una enmienda a la totalidad de mi trabajo investigador: de su metodología y de sus aportaciones. El atronador cañonazo resultaría intimidatorio si su metralla llevase argumentos sustantivos y no meras salvas de rencores reprimidos; ya que el título, que es al mismo tiempo el meollo y la conclusión de la acerba crítica, nunca logra quedar fundamentado en las pueriles divagaciones de mi publicista.

 

García Martín practica conmigo una suerte de damnatio memoriae, borrando cualquier rastro personal de mi biografía y de mi reconocida amistad con Ángel González, dejando claro, en las primeras líneas de su diatriba, que no formo parte del selecto grupo que indirectamente nombra; solamente deja entrever mi atribuida participación en el libro de Guía para un encuentro con Ángel González. Cómo recordar entonces algún rasgo de mis andanzas literarias como escritor, como antólogo de la poesía asturiana, como articulista de opinión, como editor… En su reducción al absurdo García Martín viene a presentarme como un doctorando —de 61 años— con ínfulas curriculares (una ocurrencia más bufa que cómica) para no segregar el libro de las procedimentales cuestiones académicas y poder así, «como suele ser habitual», deslucir la calificación dada por el tribunal, de entre «cuyos destacados especialistas» al único que no cita es a Leopoldo Sánchez Torre, precisamente en representación de la Universidad de Oviedo.

 

Dice García Martín, como buen escolástico de cafetería, que mi trabajo se «encuentra lastrado por ciertas deficiencias terminológicas y conceptuales». Pero al revisar la naturaleza de sus impugnaciones no deja de asombrarme que el agudo profesor confunda la promoción con un proceso canonizador, es como el que confunde el anuncio con el desodorante. En el primer proceso canonizador —entiendo las resistencias que pueden producirse ante una nueva terminología— intervienen una serie de factores programáticos, y no así en el segundo proceso canonizador donde estos adquieren una naturaleza contextual y vindicativa por parte de los poetas del 80; o, dicho en román paladino, un proceso canonizador es aquel que engloba las estrategias  y tácticas emprendidas por un determinado grupo de poetas en sus desarrollos programáticos y promocionales con el objeto de alcanzar la supremacía estética generacional, en el que también están incluidos otros determinantes factores contextuales y de naturaleza vindicativa. Yo no puedo hacer nada si para García Martín es lo mismo una estrategia que una promoción, una táctica que una promoción, un desarrollo programático que una promoción, etc. (contra los terraplanistas no hay argumento válido). No obstante, las diferencias conceptuales entre lo programático, lo panorámico y lo promocional, así como su incidencia en los procesos canonizadores creo que han quedado suficientemente clarificados a lo largo de las 138 páginas, 4 capítulos y 24 epígrafes que dedico para explicarlo. En cuanto a las cuestiones que siguen creo que son fruto de una broma o de una diarrea mental: ¿quién se puede imaginar que yo pueda pensar que se puede entrar en la historia de la literatura por una fotografía?, solo García Martín que no se sonroja cuando afirma que la popularidad alcanzada por los poetas del 50 en los años 80 les sobrevino «no por su poesía sino por motivos tan pintorescos como sus reiteradas anécdotas etílicas». En fin, que no hay por dónde cogerlo, a estas bajuras ya puede observarse que nuestro escolástico de cafetería es el único que lee en España, y el único que ha tenido acceso restringido a la antología de Castellet, también el único que entiende su alcance y significado, por otra parte tan estudiado y consabido. En las páginas 109-110 ya comento que  es decisión de Jaime Gil de Biedma «apartar a Juan Ramón Jiménez a favor de León Felipe en la antología de Castellet Veinte años de poesía española», lo que sucede es que tanto los poetas del 50 como los promotores de la misma, especialmente Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, siempre la consideraron en el desarrollo estratégico de su «operación realista» desde una perspectiva programática. Tampoco he dicho nunca la simpleza de que determinados poetas ultraístas «no obtuvieran el reconocimiento de Lorca, Guillén o Cernuda» porque Gerardo Diego les dejase fuera de su antología, pero sí que Gerardo Diego trató de obviar su continuidad histórica (lee a Guillermo de Torre).

 

Algo semejante sucede con los errores que al parecer no comparto con otros estudiosos de la literatura española. Resulta curiosa, cuando no de una exultante candidez, su primera objeción, en la que censura la impresión personal que me produce la variante de «Oda a los nuevos bardos», donde precisamente me preocupo de dejar muy claro, y en todo momento al lector (consúltense las páginas 336-337), que mi interpretación «contradice lo afirmado por el autor, que en carta autógrafa suscribe la “rigurosa contemporaneidad” de ambos poemas»; creo que la cita es totalmente clarificadora. La última cuestión que mi publicista plantea es de la misma naturaleza, por lo que no puedo obviar la reproducción de otro fragmento correspondiente a la página 393,  igualmente iluminador: «la interposición explicativa  “corregida y aumentada”, más allá de sus connotaciones paródicas respecto al uso y abuso de esta cláusula en las recensiones académicas, también parece remitir, y no solo tangencialmente, a Juan Ramón Jiménez».

 

En conclusión, todo un desvarío y desatino crítico, las objeciones y la rabieta de un niño de setenta años.

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