Por Miguel A. NAVARRO
Publicado en La Voz de Asturias el 15 de noviembre de 1990
LA IMPOSICIÓN familiar por la profesión médica no le alejó de la literatura. A Eugenio Torrecilla le suena bien el concepto de Chejov según el cual la medicina es esposa y la literatura, amante.
Eugenio Torrecilla (El Entrego, 1927), pediatra de profesión en el ambulatorio de Langreo, no cree en el mito del médico humanista.
De niño leyó a Espronceda en un ejemplar de sus obras completas que había heredado del abuelo. Evoca, en la sala de estar de su domicilio de Sama de Langreo, donde conversamos, sus lecturas de EI Quijote, y de Corazón, de Edmundo d’Amicis.
«El hombre, ese ser hecho de retazos, encuentra en la lectura una forma de afinar su propia e inherente sensibilidad.»
El deleite espontáneo, que no es enajenamiento de la Iectura es lo que seduce a este impenitente lector langreano: «soy un esteta —dice— o un degustador, no un jinete que galopa sobre los libros. Leo despacio. Me detengo por placer en las formas de la escritura, en el regusto de la palabra».
—¿Y qué es la literatura?
—La literatura completa al hombre; nos hace vivir más vidas haciendo que se amplíe nuestro horizonte de experiencias ambientales, psicológicas. Los personajes de mis lecturas son mis amigos, y de los pocos amigos que en la vida real tengo puedo decir que he accedido a su amistad a través del conocimiento que me proporciona la lectura.
Lector inocente
Torrecilla mantiene una posición de lector inocente, sin prejuzgar lo que pueda encontrar en la lectura.
Viaja a través de los libros, que algo así como una guía, un callejero espiritual para conocer Lisboa de la mano de Eça de Queirós, o París a lo largo de la obra de Honoré de Balzac o Marcel Proust, y Florencia, mediante el acercamiento al Dostoyevski que escribe El Jugador en la ciudad del valle del Arno.
Eugenio Torrecilla evoca su visita a la casa de Balzac: «la mesa de trabaio donde acostumbraba a escribir sus novelas el autor de Los campesinos encierra, en sus nudos rugosos, el secreto de todos los meandros y todos los laberintos por los que discurre la vida de la duquesa de Langeais o de César Birotteau».
La evocación de Les Jardies, la finca cercana a París en la que Balzac fecha en 1838 La casa Nucingen y la de los diferentes domicilios de Proust es como un guiño del pasado en la memoria de Eugenio Torrecilla.
En el pequeño jardín de la casa de Proust se encontró en su visita, este Iangreano de incansables lecturas, no sólo con lugares que habían sido utilizados como vertedero de cadáveres durante el período del Terror, sino también con lectores como él, sumidos en la búsqueda del tiempo perdido.
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